En una tarde de verano-otoño por las calles de esos barrios tan típicos de Buenos Aires, Félix va caminando. Buzo en mano, sin muchas preocupaciones, una sonrisa en los labios y una canción en la cabeza. No tararea, no corre, no salta, no se tambalea. Solo camina. Félix y la mente de Félix, como siempre.
Camina sin tener mucha idea de a dónde está yendo. En realidad, sabe hacia dónde se mueve, pero va variando su camino: Está yendo a su casa y está tomando algún camino alternativo, de esos que él se inventa cada vez que va volviendo de algún lado (y tiene ganas de caminar, o de pensar, o simplemente de olvidarse). Pero, en uno de esos descuidos por el hundimiento total en sus propios pensamientos, se pierde. Sin darse cuenta, se metió por una calle que no reconoce, al parecer con negocios muy nuevos, así que nada le es del todo familiar. Busca un cartel con el nombre de la calle, y no lo encuentra.
Encuentra el cartel de una de las calles que cortan la que él está caminando, pero igualmente no logra ubicarse. Se perdió, y no sabe bien qué hacer.
Y ese es el momento en que empieza a llover. Perdido y empapado, pero de buen humor. Félix sabe disfrutar como se debe de la lluvia, aunque a veces le resulte inoportuna, como en ese momento.
Continúa caminando, intentando no mojarse aún más (para no seguir empeorando su gripe), pero no tiene mucho éxito.
El cielo claro de la tarde de repente se había visto oscurecido por un nubarrón casi negro que cubrió el cielo e hizo anochecer de repente. Y Félix no lo había notado. Se dispone a esperar abajo de un toldo que no lo aísla muy bien de la lluvia, pero es algo...
Pasado el chaparrón, Félix comienza a caminar de nuevo. Baldosa floja: pantalón mojado. Un par de puteadas al aire y continúa, buscando
alguna calle reconocible, pero ¡changos! todos los carteles están perdidos.
Y en una seguidilla de sucesos extraños, Félix patea una lata (¿o era una botella?) en el piso, la baldosa sobre la que se sostiene en ese momento cede un poco, resbala por la goma desgastada de sus zapatillas otro poco y acaba en el suelo, aún más empapado, y con un futuro moretón y actual dolor en los lugares donde el sol no lo abraza ni en los días de verano.
Pero, en vez de putear de nuevo al aire, Félix se ríe mientras comienza a levantarse. Sigue caminando, aún con una risita entre sus dientes, y reconoce la esquina. Ya logró ubicarse de nuevo, y prosigue su camino a casa, mientras continúa riéndose por lo cómico que debió haber sido verlo desde afuera. Y ahora, ya no volverá a perderse. Porque eso es lo que Félix hace: camina, se pierde en un descuido, llueve, sonríe, se cae, se ríe, se vuelve a levantar, sigue, y llega... y, sin olvidar lo que aprendió, continúa riendo felizmente.